Por: María Luisa Vargas San José/ Revista Alternativas/ICL
Septiembre llega siempre jolgoriento y sabroso, doscientos años hace que se consumó nuestra Independencia y hay pretexto para que nuestra mente vuele a aquellos tiempos ya viejos. Como en esta columna nos gusta comer, buscaremos una manera confiable de viajar a los sabores de una mesa recién emancipada.
¿Cómo comeríamos si hubiéramos tenido la fortuna de nacer en el seno de una familia mexicana acomodada en aquellos tiempos en los que el país se estaba estrenando como República mexicana?
Seguramente haríamos tres comidas principales al día, más lo que se nos fuera presentado en las deshoras que siempre suceden…
Alrededor de las seis de la mañana, porque al que madruga Dios le ayuda, nos despertaría el olorcillo irresistible de la taza de chocolate espumoso que ya nos estaría esperando acompañada de una variedad limitada o ilimitada de pan dulce, tamales, molletes, tostadas de pan y bizcochos de maíz. Con esto tendríamos para poder arrancar el día, aunque, según Wikipedia, a las once de la mañana necesitaríamos un tentempié o almuerzo que podría consistir en panes y galletas, o calabaza en tacha, arroz con leche u otro postre acompañado de licorcillos dulces como el jerez.
Apenas pasado el mediodía, a eso de la una de la tarde, ya habría llegado la hora de la comida principal de cinco tiempos en las casas más pudientes; se iban sirviendo, primero la sopa aguada, luego el arroz (o sopa seca), el guisado de verduras, el plato fuerte, siempre un guisado con mucha proteína, carne roja de res, cerdo, o aves y pescado en tiempos de Cuaresma y el postre, servido al final, generalmente semillas garapiñadas, cocadas o dulces de leche.
Y ya en la nochecita…
Para la merienda, en la tarde-noche se podría presentar algún guisado de carne y verduras, para cerrar el día con el indispensable pan dulce, otra vez escoltado por su taza de chocolate, que poco a poco fue siendo desplazada por la taza de café con leche a medida que creció la influencia francesa en México. No cabe duda de que los días pasaban rápido en las cocinas y mesas mexicanas.
La preparación de todo esto requiere de una imaginación inagotable para aprovechar los recursos, pocos o muchos, de las casas mexicanas que pretendían satisfacer con mimo los estómagos siempre exigentes de sus habitantes; de manera que la esperada aparición de un recetario mexicano que respondiera a las circunstancias de los nuevos tiempos, deslumbrados por la cocina europea, que pasaba por su momento de gloria sobre todo en Francia, fue una verdadera bendición para las amas de casa y las cocineras de todo el país.
Así fue que, apenas 10 años de consumada la Independencia, en 1831, nació el primer recetario mexicano, cuyo largo nombre de pila refleja su linaje y procedencia: “El cocinero mexicano” o “Colección de las mejores recetas para guisar al estilo americano, y de las más selectas según el método de las cocinas española, italiana, francesa e inglesa. Con los procedimientos más sencillos para la fabricación de masas, dulces, licores, helados y todo lo necesario para el decente servicio de una buena mesa”.
De autor anónimo, este recetario fue unos de los libros mexicanos más famosos del siglo xix, con 11 reediciones por lo menos, nos dan una idea del uso que tuvieron sus ejemplares, destinados a servir en las cocinas de todo el país. Publicado por primera vez en la Ciudad de México en la Imprenta de Galván, consta de tres tomos y se considera el recetario más antiguo sobre gastronomía mexicana.
“Su propósito fue recoger recetas tradicionales de los hogares mexicanos, proporcionar una base académica a la cocina mexicana y situarla a la altura de las cocinas europeas, aplicando «los métodos de la cocina española, italiana, francesa e inglesa», tal y como se describe en el prólogo”.
Los libros de cocina que surgen a lo largo del siglo xix en México tienen una fuerte influencia de la Ilustración francesa, por lo que las formas de redactarse, la indexación de los contenidos, los métodos y técnicas culinarias explicadas son bastante afrancesadas. Incluso las mismas casas editoriales que los publican y difunden son llevadas por franceses (Rosa y Bouret, Garnier Frères, Bossange… etc.).
El cocinero mexicano está redactado en lenguaje instructivo, que es conciso y sencillo. Esto es porque fue diseñado con una finalidad pragmática, no enciclopédica. Es decir, que da instrucciones, pero no definiciones. Este libro de cocina menciona ingredientes pero no ofrece cantidades ni tiempos de cocción, lo que da a pensar que está dirigido a cocineros/as avanzados con conocimiento previo. Asimismo, esto refuerza la idea de que tiene una función puramente práctica, no académica.
No nos iremos sin poner aquí una receta antigua, bicentenaria, una receta de chiles rellenos en una nogada que hoy en día se nos antoja extraña pero muy interesante. Copiada fielmente de la edición facsímil de 1831 del Cocinero Mexicano, a sus órdenes:
Chiles rellenos
Se asan los chiles y se abren por un lado, quitándoles el pellejo y las venas y se rellenan con lo siguiente: se hace un picadillo de lomo de puerco cocido, al que se añaden cuadritos de jamón gordo y rebanadas de aceituna y huevo duro con bastante vino y la sal suficiente para su sazón. Después de rellenos los chiles, se cubren de huevo batido y se fríen. El caldillo se hace con la misma agua en que se coció la carne de puerco, con vino, clavo y cominos molidos, espesándose con pan molido, y sazonándose con la sal correspondiente.
Nogada
Rellenos y fritos los chiles, se acomodan en un platón y se cubren con la nogada siguiente: se molerán algunas nueces limpias, un poco de chile ancho remojado, cominos y pan frito, todo de suerte que esté espeso, se cubren los chiles, echándoles por encima al servirlos un poco de aceite.
Nota. Si alguien se anima y los hace, por favor, no deje de platicarme cómo le fue (mlvargassj@hotmail.com).