LA VOZ DE…
- Carmín Cueva.
Hay un delicioso lenguaje cotidiano en los pueblos de la provincia mexicana. Existen normas sociales que se acatan con más rigurosidad que las normas legales. Cada miembro de la sociedad ejerce un rol específico, como en una pieza teatral en donde cada uno de los actores sabe de antemano el papel que debe ejecutar, de lo contrario, se perdería la armonía colectiva. En otras palabras, no hay espacio para equivocaciones: todo debe concordar con cierto ritmo en un tiempo y espacio predeterminado. Hombres y mujeres aceptan este dictamen social augurado por sus padres y estos a su vez lo adquirieron de los abuelos.
Así vive la gente decente en la provincia mexicana, o como diría Carlos Fuentes Las buenas conciencias. Las Mujeres de ojos grandes de Ángeles Mastretta asumen este canon social, pero gobiernan su espacio privado. Sin dejar de actuar con el decoro que su condición de mujeres decentes o niñas bien les demanda la sociedad, las Mujeres de ojos grandes se permiten dar rienda a su imaginación y sentimientos.
En un mundo lleno de prejuicios sociales y mandamientos canónicos lasTías Leonor, Valeria y Fernanda ven más allá del rol que tienen que interpretar públicamente. Se reconocen
dueñas de sus cuerpos y pensamientos, y como tales, actúan. Mastretta a través de los relatos de las tías subvierte el trato que se les da a los valores tradicionales como la sexualidad femenina. En este sentido el adulterio que comenten surge como un desafío discreto a su condición social y como un derecho a la exploración de su sexualidad.
En el siglo veinte, en ciertas esferas sociales era novelesco encontrar mujeres que contrajeran matrimonio estando enamoradas. Imperaba la idea de que el amor debería nacer con el trato diario. En Mujeres de ojos grandes, Mastretta describe como la Tía Leonor “a los diecisiete años se casó con la cabeza y justo con el hombre que era justo lo que la cabeza elige para cursar la vida” (193). En este sentido la Tía Leonor tenía “la vida fácil”, es decir su vida estaba resuelta de antemano ya que poseía todo y más, para acatar las obligaciones que como dama de sociedad le eran requeridas. La única complicación aparecía por las noches cuando tenía que cumplir con el “circo cariñoso” que su marido montaba por lo menos tres veces por semana.
La autora revela el eterno consejo que las madres han pasado de generación en generación a sus hijas bien casadas: “cerrar los ojos y decir un Ave María”. Si bien el consejo parece en un principio profano, éste tiene su origen en que, de acuerdo con ciertos cánones religiosos, la esposa tiene la obligación moral de servir sexualmente a su marido. No es nuevo, que la mayoría de las religiones han sido elaboradas por hombres, ya que nunca se ha oído de un precepto religioso que obligue al marido a satisfacer a su esposa. La satisfacción sexual de la mujer queda relegada a un segundo término por considerarse menos relevante que la seguridad económica y social que representa el estar convenientemente casada.
Por tal motivo la Tía Leonor acató el consejo y con el tiempo hasta llegó a acostumbrarse. “El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo” (195). ¿Por cuánto tiempo una mujer debe o puede negarse a la explotación de su propia sexualidad? Para la Tía Leonor bastó con saborear nuevamente los nísperos con piel de aterciopelada e intensamente amarilla” (196) para despertar las evocaciones que consideraba olvidadas. “Nadie se hubiera atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo no estaba prohibido, y que ella se lo merecía por todas las razones y desde siempre.” (197). La certeza interna de saber que existía alguien capaz de apaciguar el temblor de su perfecto ombligo dotó a la Tía Leonor de la fuerza necesaria para atreverse a explorar su sexualidad adormecida.
Invocando el derecho de expresar su sexualidad donde el adulterio es altamente penado, la Tía Valeria “fue fiel como ninguna otra mujer”. Decidiendo a su arbitrio con que hombre cada noche daría rienda suelta a sus sentimientos y pasiones, la Tía Valeria era un ejemplo de virtud. “Algunas de sus amigas la creían medio loca. No entendían como iba por la vida tan encantada, hablando bien de su marido” (216). El secreto de la tía consistía en la infidelidad mental que perpetuaba noche a noche, estando físicamente con su marido, pero mentalmente con cualquier otro hombre.
Esta divertida y exhaustiva promiscuidad de acostarse cada velada con un hombre diferente, permitía que la tía siguiera cumpliendo con su rol de abnegada y perfecta esposa sin comprometer su libre albedrío. En una ciudad tan hermética y forjada a seguir los constructos sociales como la poblana, esta emancipación sutil de la Tía Valeria es muy importante porque jamás dejó de ejercer su libertad de pensamiento. Ella vivió y acató las normas sociales que se le imponían en su entorno físico, pero desafío la imposición de dichas
normas en su mente. Sabiéndose dueña de sus pensamientos la tía “vivió a gusto muchos años. Lo cierto es que murió mientras dormía con la cabeza echada para atrás y con un autógrafo de Agustín Lara debajo de la almohada” (218).
¿Qué mujer decente puede resistirse a la cadencia? Ciertamente la Tía Fernanda no cubría las características de la estoica heroína capaz de no dejarse sucumbir por “la indescifrable nimiedad de que alguien camine de cierto modo, hable en cierto tono, mire con cierta pausa, acaricie con cierta exactitud” (219). Gracias a
la cadencia otorgada por la infinita misericordia de la Divina Providencia el mundo de la Tía Fernanda giró con cierto ritmo por mucho tiempo. Debido a que los encuentros con la cadencia eran extenuantes, la Tía Fernanda los consideraba parte de su penitencia en este mundo. “Pasaba toda la misa de nueve discutiendo con Dios aquel
desastre. No era justo. Tanta prima solterona y ella con un desbarajuste en todo el cuerpo. Nunca pedía perdón. ¿Qué culpa tenía ella que a la Divina Providencia se le hubiera ocurrido exagerar su infinita misericordia?” (221).
Por lo tanto, a pesar de su cansancio se le encontraba más tolerante, dispuesta a ayudar y a servir a los demás. Conjuntamente era una madre ejemplar, ya que cumplía con devoción sus tareas hogareñas y aquellas de servicio social que como buena dama de sociedad tenía encomendadas. Su relación con la cadencia brindaba a su vida una
ráfaga de vigorosidad que le permitía “querer a los demás con toda la vehemencia que la locura aquella le dejaba por dentro”. El sentirse dueña de su propia sexualidad le permitía controlar “la confusión” que sentía en su interior. La Tía Fernanda tomó el desafío de experimentar su sexualidad con dos hombres a la vez. “¿Quién habrá inventado que se gasta el cariño?”, la sensación de poder controlar su vida era vertiginosa. La cadencia era un regalo divino, un lujo discreto que le había sido otorgado y que como vino se fue.
Las Mujeres de ojos grandes ven más allá de lo que está preestablecido para ellas en un mundo lleno de convencionalismos sociales. Toman el desafío de decidir por ellas mismas, con la coacción de la presencia eterna de los de afuera y del que dirán. Expresan su rebeldía interna de manera sutil, ejerciendo su derecho a la
exploración de su sexualidad como les venga en gana. Ya sea tratando de calmar el temblor de su ombligo, soñando con un hombre diferente cada noche, o repartiendo el amor que nunca se gasta a manos llenas. Pero lo más importante es que deciden por ellas mismas, sobre lo único que la sociedad les permite poseer: ciertos
momentos de felicidad y una cabeza llena de sueños e incertidumbres.
Coria-Sánchez, Carlos M. Ángeles Mastretta. La mujer y su obra. 3 Mar. 2007.
<http://www.ensayistas.org/filosofos/mexico/mastretta/introd.htm>.
Mastretta, Ángeles. Tía Leonor. Mujeres de ojos grandes. 1990. New York: Riverhead Books. 2004. 193-99.
—. Tía Fernanda. Mujeres de ojos grandes. 1990. New York: Riverhead Books. 2004. 219-25.
—. Tía Valeria. Mujeres de ojos grandes. 1990. New York: Riverhead Books. 2004. 216-18.
*Carmín Cueva, licenciada en Derecho y en Letras Españolas y apasionada practicante del teatro